miércoles, 4 de junio de 2008

situaciones/textos

"Ana toma media pastilla y se acuesta sobre el acolchado de su cama sin intenciones de dormir. Son las siete de la tarde y afuera es otoño. En la casa la calefacción esta encendida a pesar de que todavía no hace tanto frio. Acostada, Ana tiene los ojos abiertos y mira fijo el techo sin hacer ningún esfuerzo. Hay una mancha de humedad en una de las esquinas y tres o cuatro estrellitas adhesivas plateadas pegadas al techo que venia con el departamento y nadie se molesto en sacar. Cada tanto se escuchan algunos ruidos que vienen del piso de arriba: alguien que parece correr un mueble y los graves de una música que apenas se reconoce. Cuando se abre la puerta de la casa y entra su padre, Ana lo oye pero es como si no lo percibiera. Desde que se acostó la luz de la tarde empezó a bajar y ahora su habitación está en penumbras.
Un poco mas tarde Ana se despierta transpirando. Tiene la cara roja. En le departamento hay calefacción de losa radiante, no hay forma de controlarla. Desarma la cama con un poco de violencia, lleva las sábanas al lavadero y las pone en el canasto de la ropa sucia. En la cocina encuentra el televisor sintonizado en un noticiero y lo apaga. Saca la cajita de Alplax del armario y se guarda dos pastillas en el bolsillo de los vaqueros."
Alplax, Martin Rejtman

"Corriendo atravesé los cuartos y cerré todas las puertas detrás de mi. Me parecía que una sola puerta no bastaba para salvarme de ese monstruo. Los muntos me parecieron muy largos. En las noches más oscuras sentí tanto miedo. Oí, o creí oír, un crujido. Arrimé la oreja a la cerradura de la puerta. Mi desconsuelo y mi inquietud poco a poco me devolvieron el valor. Lentamente abrí la puerta con igual incertidumbre, pero tal vez con más temor que la primera vez. Pasé por el cuarto contiguo. Una tras otra fui abriendo todas las puertas. Cuando llegué a la última me detuve y busqué a mi alrededor algún objeto que pudiera servirme de arma. No encontré ninguno. Hubiera podido dibujarlo, darle realidad. No se me ocurrió. Me senté junto a la puerta tratando de tranquilizarme. Tenía que volver al cuarto. Tenía que pintar. Si renunciaba a eso, aceptaba mi derrota. Abrí la puerta."
La torre sin fin, Silvina Ocampo

"Cuando quise volver la mirarla, al cabo de un rato, la lección ya había terminado. Se iba, en bañador, dando la vuelta a la piscina. Pasó junto al instructor y cuando estaba a unos tres o cuatro pasos de disntacia volvió hacia él la cabeza, sonrío, e hizo con el brazo un gesto de despedida. ¡En ese momento se me encogió el corazón ! ¡Aquella sonrisa y aquel gesto pertenecían a una mujer de veinte años! Su brazo se elevó en el aire con encantadora ligereza. Era como si lanzara al aire un balón de colores para jugar con su amante. Aquella sonrisa y aquel gesto tenían encanto y elegancia, mientras que el rostro y el cuerpo ya no tenian encanto alguno. Era el encanto del gesto ahogado en la falta de encanto del cuerpo. Pero aquella mujer, aunque naturalmente tenía que saber que ya no era hermosa, lo había olvidado en aquel momento. Con cierta aprte de nuestro ser vivimos todos fuera del tiempo. Puede que solo en circunstancias excepcionales seamos conscientes de nuestra edad. En cualquier caso, cuando se volvió sonrió y le hizo un gesto de despedida (que no pudo contenerse y se echó a reir), no sabía su edad. Una especie de esencia de su encanto, independiente del tiempo, quedó durante un segundo al descubierto con aquel gesto y me deslumbró. Estaba extrañamente impresionado"
La insoportable levedad del ser, Milan Kundera

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